COVID-19: Una moralidad institucional en harapos.


Retomo este pequeño espacio de catarsis personal que hace años aparté, pero que sin la constancia necesaria al final dejé tirado en un rincón. El tiempo no pasó por gusto (quiero creer), y pondré la energía necesaria para darle vida a este blog. Me juzgarán en algunos meses (que espero luego sean años si me los da la vida), viendo la cantidad de entradas que habré hecho o dejado de hacer.

Nadie negará que este año 2,020 ha sido oscuro. Difícil. Aún en diciembre de 2,019, mientras brindábamos con la familia y compartíamos la cena navideña no teníamos idea de lo que se nos venía. Si una cosa es certera, es que esta pandemia vino a quitarnos el velo que muchos teníamos puesto en los ojos, algunos incluso sosteniéndolo con sus propias manos, acerca de las diferencias sociales, los privilegios y las carencias que nuestro sistema de gobierno exhibe hoy con increíble desfachatez. No quedaba ya en nuestra sociedad ni una persona que hubiese vivido la pandemia anterior, la de la Gripe Española y así hemos tenido que adaptarnos desde la nada a comportamientos completamente nuevos e impactantes.

En lo personal, el panorama que había sido constante para mí por más de una década empezó a variar desde finales de febrero de este año. Entendí que tendría que afrontar nuevos retos, habrían cambios y era el momento de salir de una zona confortable; esa que es tan difícil de notar porque su mismo efecto lo adormece a uno poco a poco. Ya tenía una percepción bastante amplia de lo que nuestra institucionalidad representa, habiendo participado en las manifestaciones del 2,015 sabía que aquí se necesitaba un cambio. Sin embargo no pensé que las autoridades tuviesen aún más descaro que mostrar. Pensé que lo que ocurrió de abril a septiembre del 2,015 y su consecuencia era lo más bajo que un gobierno podría caer. Marzo me demostraría lo equivocado que estaba.

Luego de una elección presidencial en 2,019 por demás accidentada, donde hubo artimañas por parte de la guardia corrupta que fallamos en desterrar aquel 2,015, y tras 20 años de perseguir la silla presidencial Alejandro Giammattei fue electo presidente. En una retórica electoral ya tradicional, donde al pueblo sólo le dejan la opción de votar por el menos peor, inicia un nuevo gobierno que si bien es el producto de un sistema enfermo, al menos mantiene la fachada de la democracia y la estabilidad, aunque su representatividad (como síntoma de un estado cooptado), es minúscula. Entonces esta pandemia se ensaña contra el mundo y probará que esa estabilidad imperante en este lindo pero feo país tercermundista es mucho más endeble de lo que percibíamos.

Hoy, cinco años después de los movimientos que terminaron con el gobierno corrupto del Partido Patriota, enfrentando una pandemia mundial impresionante al fin entendemos lo que el endémico mal de la corrupción realmente hace. Es un daño letal que borra cualquier esperanza a corto plazo de darle al guatemalteco una vida digna y sobre todo daña por completo la confianza que pudiese existir en lo gubernamental. Se dimensiona la verdadera magnitud de la ética con la que cuentan los funcionarios públicos. En este gobierno como en los anteriores se mantiene la dinámica del maquillaje: esparcir la percepción de control y dar la impresión de que se obtienen buenos resultados aún teniendo plena evidencia de lo contrario. La desfachatez se desborda al punto del ridículo.

En las esferas burocráticas hace ya muchos años que la brújula de la ética se rompió. Todo el aparato estatal es víctima del cáncer que es la corrupción. En cualquier dependencia del gobierno hay plazas fantasma, plazas a dedo o nepotismo del más crudo. Y de los sueldos ni hablar. Ni en una empresa internacional pagan lo que ciertas plazas pomposamente remuneran, como si fuésemos un país súper desarrollado. Los contrastes están a la vista, ya ni se esfuerzan tanto en solapar la cosa: un médico insigne protesta porque los mandan a luchar contra una pandemia prácticamente sin equipamiento. Se le tilda, se le llama la atención, se le rescinde su contrato y se le despide. Da igual porque de todos modos durante los 3 meses y días que trabajó en la primera línea de resistencia contra este virus no le pagaron ni un centavo.

Lo más indignante es que días después regresa al mismo hospital temporal pero esta vez como paciente. Infectado por la misma falta de equipo y desarrollando síntomas serios sus esperanzas son desalentadoras. El sistema le paga siendo parco con su atención; compañeros y familiares se unen en un esfuerzo por conseguirle medicina y cama de cuidados intensivos. De primas a primeras la directora de ese hospital provisional niega el permiso para el traslado y la aplicación del medicamento Tocilizumab. Lo consiguen al final haciendo una "cooperacha" pero ya es demasiado tarde. Fallece por tromboembolismo pulmonar: un coágulo en los pulmones. La corrupción ha dejado al país sin un médico con una vocación intachable y a una familia sin su padre. El presidente, ministros, diputados, jueces, magistrados, asesores, generales y demás plana mayor del estado en cambio, sí recibirán sus sueldos puntuales y cabales. La familia de este médico sólo recibió un cadáver mientras el ulular de las sirenas y las palabras de algunos de sus colegas, tratan de solidarizarse con la pérdida. Ni una sola palabra del presidente. Qué ingratitud, qué injusticia. El COVID-19 nos ha demostrado que nuestro gobierno tiene una moralidad institucional en harapos.



Fabricio Ocaña.

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